El soñador
- Walter Andrei
- 29 dic 2018
- 5 Min. de lectura

Recostado sobre un lugar frío y desolado. Así es como me encuentro durante estos instantes, y por alguna razón no me extraña.
Muevo mis dedos de forma aleatoria, los observo de forma absurda. No encuentro razón alguna para no hacerlo, no tengo nada mejor que hacer.
—Quizás hoy opines eso, pero ayer no pensabas de esa manera, creías que todo iba a estar de maravilla. Si mal no recuerdo, ayer dijiste que aquello iba a ser espectacular, que era diferente, fresco y una genialidad —es la voz de mis recuerdos la que me hace caer en cuenta de que la realidad es esa: ayer creía tener algo verdaderamente fantástico, ahora ya no es más que unos cuántos números tan vacíos como mi cabeza en estos instantes.
Lo de ayer, lo de hoy, lo de siempre. Todo siempre se repite de la misma manera, me desespera, pero jamás me contienen, quiero más, a pesar de la multitud de fracasos que me aquejan.
Había ocasiones en las que creía que la opción que estaba tomando era la mejor, así parecía por algunos días; pero después caía en cuenta —no, corrección, me hacían caer en cuenta— de la realidad: una tontería más que se me había ocurrido, y que la había elevado a majestuosidad. Una vez más mi idea había sido retraída a lo que realmente era: una cosa más en este mundo lleno de cosas más.
A veces me coloco frente al espejo e intento buscar algo diferente, algo que me haga único. En muchas ocasiones creo encontrarlo, todo para caer en cuenta después de que realmente eso me aleja cada vez más de lo que realmente quisiera ser. ¿Y las ocasiones en que no encuentro? Bueno, esas predominan, y las lleno con la maldita promesa de que ya lo encontraré, de que solo estoy mirando desde un ángulo equivocado. Todo es cuestión de perspectiva me digo, intentado consolar el vacío que encuentro al ver que realmente no soy lo que esperaba, y cuando lo digo no me refiero a mi físico —que poco me importa— sino a lo demás. Me hago a la idea de que, cuando el tiempo pase, aquella manera en la que me veo va a cambiar de perspectiva, y que voy a encontrar aquello que estoy buscando. Pero el tiempo no ha dejado de pasar, cada vez con más rapidez, y en ninguna ocasión ha dejado deslumbrar aquello que tanto deseo ver.
No me deleita la soledad, pero es la única manera en que encuentro refugio a la incapacidad de encontrarme yo mismo.
Pico por aquí, pico por allá; pero todo acaba siempre en lo mismo: un fracaso. Todo el mundo intenta almacenar lo más que puede, existen grandes empresas que viven prácticamente de almacenar, mientras más guarden, más les paga el usuario. Los demás siempre quieren guardar todo para poder tener acceso a su pasado en algún futuro: fotos, videos, ropa, calzado, dispositivos, ¡de todo! Siempre quieren poder regresar el tiempo y volver a aquel momento en que fueron felices, en que disfrutaban lo que hacían, lo que decían o lo que veían; pero yo no soy así. Al contrario de ellos, yo quisiera que toda esa memoria, en lugar de aumentar —como la entropía en sistemas aislados— pudiera decrecer, o si fuera posible que ni siquiera existiera. ¿Por qué? Porque eso que me lleva al pasado solamente sirve para recordarme mis fracasos, mis ideas absurdas, aquellos que no lograron convertirme en aquello que anhelo ser. Solo me sirven para una cosa: darme cuenta de que jamás seré lo que deseo, lo que quiero, lo que quisiera ser. Muchos creen que quieren lo mismo que yo, y podría ser cierto, muchos aspiramos a lo mismo: ser escuchados. Pero todos lo queremos hacer por una razón diferente, pero más que eso, lo logramos de una manera diferente.
He ahí mi problema. Yo sé el motivo por el cual quiero ser escuchado; pero no conozco el medio del que soy capaz —que actualmente dudo que exista— para llegar a serlo. Me he explotado para encontrar aquello que pudiera hacerme capaz de ser escuchado. No lo he encontrado, y conforme avanza el tiempo, y gasto más y más oportunidad —o lo que interpreto como ello— mis posibilidades comienzan a escasear.
Quisiera vender algo que me hiciera diferente a los demás, pero realmente no lo hay. Me observo más a detalle en cada ocasión que me enfrento al espejo; no el que te muestra la forma en que están acomodados los diferentes tipos de macromoléculas en el cuerpo, sino el que te enseña lo que, de forma abstracta, conforma tu conectoma. Cada vez me fijo más en pequeños detalles, no porque sean bellos, sino porque comienzan a ser mis últimos recursos disponibles, y obviamente las apuestas que reciben cada uno de ellos se ve reducida conforme las gasto. Mientras más pequeño el detalle, más cae la posibilidad de que sea el que me lleve al éxito; ese éxito que interpreto como tener voz.
¿Qué es de alguien sin capacidad de comunicarse?
Me veo otra vez, encuentro un detalle. Lo gasto, me demuestro que no sirve, lo dejo al olvido y vuelvo a buscar. Todo en un ciclo interminable, que me desgasta, pero si no es para desgastarse, para qué estoy aquí.
¿Y si, por alguna extraña posibilidad —lo más remota posible— fuera que, realmente nunca me he visto privado de mi capacidad de comunicarme? ¿Y si realmente yo siempre estoy gritando para todos los demás, haciéndoles señas, tocándoles el hombro para que me volteen a ver? Eso quiere decir que son los demás los que no son capaces de escuchar, de oír, de ver aquello que les quiero mostrar. No es consuelo, pero es buen pretexto sobre el cual postrarse para dejar de sentir aquel sufrimiento que me aqueja cada vez que volteo a verme en el espejo y me muestra lo que soy.
El pretexto crece, lo hago cada vez más grande llenándolo con un poco de historia, recordándome de cada uno de aquellos que en su época fueron desconocidos, incluso despreciados, marcados como inservibles; y que en épocas posteriores fueron rescatados como verdaderos héroes.
—Es cuestión de tiempo simplemente.
Mi consuelo: quizá si sigo gritando lo más que puedo, en algún momento del tiempo encuentran la capacidad de escucharme y comprender lo que les quiero decir. Sería una lástima —pero parece lo más probable— que eso suceda cuando yo ya esté completamente muerto. Y con muerto me refiero a que mi conectoma ya no sea capaz de reproducir los pensamientos que me llevaron a escribir esto, porque los elementos químicos, los electrones, protones y neutrones, así como las partículas sub-atómicas que me conforman, jamás van a morir, porque la materia no se crea ni se destruye, solo se transforma.
Créditos imagen de portada: Kinga Cichewicz on Unsplash
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