Entre los mejores diez
- Walter Andrei
- 10 nov 2018
- 4 Min. de lectura

—Bienvenido de nuevo Jufnad. Son las quince horas con treinta y cinco minutos.
La voz me resulta en extremo conocida, la escucho con más frecuencia que casi cualquier otra. La he seleccionado para que fuera parecida a la única persona capaz de cambiarme y de hacerme sentir completo. Una lástima que ella ni siquiera sepa que existo, y mucho peor, que jamás lo sabrá.
Han pasado algunas horas desde la última vez que estuve hablando con alguien por alguna vía virtual; y quizás algunos meses desde que lo hice con alguien de forma física: ya no se acostumbra tanto hacerlo, pero yo lo evado aún más.
Me levanto apenas a tiempo para poder cambiarme la camisa toda manchada del licuado de polvos que me sirve como alimento. La facilidad ante todo, siempre ha sido mi lema, preferible comer algo insípido que perder tiempo en la cocina.
Una vez vestido con una camisa que ocupo desde hace más de ocho años —prácticamente la única que ocupo para cuando estoy trabajando— me dispongo a dirigirme a mi oficina.
No transcurren ni un par de segundos para cuando llego: mi oficina es un pequeño espacio que hago el intento por mantener limpio dentro del desastre que reina en mi pequeño hogar de apenas cuatro metros por cuatro metros. Apenas un pequeño cuarto de huéspedes es lo que siempre he tenido, desde hace ya un par de años: el único legado que me dejaron mis padres.
Me recuesto sobre el sofá que utilizo como asiento para atender mis asuntos. Todo es desde mi ordenador, No tengo necesidad de salir en lo absoluto: los beneficios del trabajo remoto.
Siento cómo mi retina se estremece cuando enciendo el monitor, la última vez estaba trabajando con el resplandor de la luz del día, así que le subí el brillo al máximo para poder ver; pero ahora me arrepiento de aquella decisión.
Ingreso mi contraseña, ahora es de más de veinte dígitos, contando todo tipo de caracteres especiales posibles, todo porque ahora, con los algoritmos corriendo en computadores cuánticos, descifrar contraseñas es más rápido. Lástima que yo no entienda de eso, apenas y logro establecer una rudimentaria conexión para videollamada. Lastimosamente no tengo con quién establecerla, no hay nadie del otro lado de la pantalla que desee verme, o siquiera escucharme.
Tan solo siento la presencia del vacío que me rodea, tan frío y oscuro como lo es todos los días, cada vez que me despierto.
Algunas ocasiones me despierto con intenciones de hacer algo diferente, pero ¿cómo? Parece tarea imposible de logar, algo así como tratar de convertir a un cerdo en una modelo de concurso de belleza; resulta inconcebible siquiera llegar a pensarlo. Pero lo hago, algunas veces me pongo a pensar en grande, en lo que podría llegar a ser, en lo que algún día quise ser.
Todos tenemos sueños, eso está claro; pero algunos son más ambiciosos que otros, eso también está claro. La grandeza es algo que siempre he aspirado a tener, sin embargo, ¿qué herramientas tengo yo para poder llegar hasta allí? Nada, nada en lo absoluto.
No porque te pongas a pensar una tarde oscura de domingo que tienes algún potencial quiere decir que en realidad lo tengas, simplemente eres tú el que observa cosas que los demás no logran visualizar. Es en ese momento cuando te preguntas si realmente lo que estás pensando es real, o es un sueño, de aquellos que sabes muy bien que no se podrán hacer realidad, por el simple hecho de que no eres capaz de lograrlo.
En otras ocasiones simplemente me quedo pensando sobre cómo serían las cosas si lo hubiera intentado, ¡pero lo he hecho! Es ahí donde el problema recae, y eso lo que nadie te va a decir: que no importa cuántas veces te caigas, te derrumbes y no te puedas levantar; siempre podrás volver a caerte. ¡Y lo harás perenne! Porque todos te dicen que puedes tener talento, que seguramente en algún lugar, escondido en tu ser, algo debes de tener que te haga especial. ¿Y si no lo hay? Me encantaría preguntarles, porque eso es lo que no te dicen; que la parte difícil no es dar a conocer tu habilidad a todos los demás, sino encontrarla tú mismo —si es que realmente existe—. Porque, ¿cuántas personas no culminan sus vidas creyendo que han encontrado su verdadera habilidad? Cuando realmente no lo han hecho y simplemente han caído en la mediocridad. ¡Cómo hacerles saber que existen aquellos que nunca la llegan a encontrar, o peor, que ni siquiera la tienen!
Aquellas son las conclusiones a las que llego cuando me pongo a pensar al respecto, pero no lo hago para los demás, más bien para mí mismo. Me duele aceptarlo, pero siempre he tratado de ser sincero conmigo mismo: si no lo encuentras es porque no lo hay.
Quisiera que alguien más pudiera cargar con ese peso que me atormenta, el problema es que no hay quién, ¡y todo es culpa mía! El único responsable de esa carga soy yo, y aquel de que no haya nadie que me ayude a soportarla igualmente es mía. Todo eso es lo que compone a aquello que llevo cargando en la espalda, que intento contrarrestar con aquello que como, para poder equilibrarme.
La soledad se ha vuelto mi mejor compañera, la única que he podido mantener a lo largo de toda mi vida. Por más que lo intentas, siempre hay un límite: y es ahí donde he llegado. No dejo seguir a mis pensamientos porque sé muy bien la dirección que yo mismo opto por utilizar para hacerme sufrir a mí mismo, es lo único que me queda, culparme por aquello que soy, lo que me he convertido, y en lo que siempre seré.

Photo by Ismail Hamzah on Unsplash.
Dejo el portátil que corresponde a mi intento deprimente e inaceptable de oficina para regresar a aquel que ocupo más tiempo, mismo en el que intento construir un ente virtual que me corresponda, y aunque sea a ese pueda ser capaz de hacerlo exitoso. Pero no soy capaz. Ni siquiera para los juegos soy bueno, y mi nombre, como en todo, aparece en la lista de posiciones: miles y miles de nombres por debajo de los primeros diez.
Créditos imagen de portada: Leslie Jones on Unsplash
Comments