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Aquel día despertamos

  • Walter Andrei
  • 3 nov 2018
  • 5 Min. de lectura

El día apenas va a comenzar. Me percato de ello por la intensidad de la radiación electromagnética que me llega a las retinas y que impiden pueda seguir conciliando el sueño.

Me levanto del pequeño sillón oxidado en donde estaba recostado. Recuerdo todavía cuando era algo completamente usual tener un objeto de este estilo, mucho más sofisticados, completamente automatizados y adaptados para nuestras necesidades. ¡Era la comodidad misma!


Pero aquellos días ya pasaron, los tiempos cambian, y yo presencié aquel cambio cuando apenas era un niño.


Fuimos ocho las generaciones que sufrimos aquellos cambios justamente cuando nuestra infancia estaba en su momento de plenitud. Recuerdo a mis padres, más con dolor que con tristeza, siempre con sus pequeñas porciones de cabello color blanco en el cuerpo. Pero no un blanco reluciente, sino opaco: deprimente. Las espaldas corvadas siempre hacia delante, los ojos hinchados e inyectados en sangre. Ambos tenían una voz dulce cuando me hablaban, pero ese tono que me parecía tan amoroso se perdía cuando hablaban sin notar mi presencia. Eran fuertes —o eso me parecía cuando los escuchaba— siempre sus discusiones giraban entorno a problemas, jamás los escuché decir cosas bonitas excepto cuando estaban ambos sentados junto a mí cuando era momento de irse a dormir.


Muchas veces les pedía que me contaran un cuento para que pudiera conciliar el sueño —pocas veces me lo negaron—. Pareciera como si siempre tuvieran tiempo para cumplir mis caprichos. Recuerdo a todo detalle uno de aquellos cuentos, lastimosamente es debido a la rabia que me causó escucharlo.


—Estaba un pequeño jovencito de piel morena recorriendo las calles de su vecindario, en su rostro se notaba un gesto de felicidad que superaba la extensión de su sonrisa. Las piernas le dolían de la velocidad que tomaba sobre la acera, se sentía libre al surcar los aires imaginando lo que algún día sería su realidad, en lo que se convertiría. Abría los brazos de extremo a extremo, simulando ser una de esas máquinas hechas con fibra de carbono y recubiertas con capas de grafeno y otras monocapas que les permitían simular el efecto de caja de Faraday. Abría sus ojos color miel mientras giraba sobre su propio eje, simulando una maniobra evasiva frente a una turbulencia debido a las fuertes corrientes de aire y una tormenta que acortaba distancia. ¡Excelente maniobra! se decía a él mismo simulando las felicitaciones que le darían los pasajeros de su viaje. Mientras se daba a sí mismo los elogios una niña se le acercó. Con voz tímida, pero dulce, se dirigió al niño: ¿qué haces? ¿Estás jugando? Al principio el niño dudó en contestarle; pero volvió a ver el gesto de la niña y le pareció agradable, una pequeña comisura en los labios comenzó a hacerse presente. Sí, ¿quieres jugar? Yo soy el piloto y tú eres la pasajera a la que rescato. Le informa el niño mientras vuelve a abrir los brazos simulando que son las alas del artefacto capaz de surcar los aires. De acuerdo. Le contestó la niña, con una sonrisa pintada en el rostro mientras se colocaba detrás de su nuevo amigo para simular ser la pasajera del avión.

Photo by D A V I D S O N L U N A on Unsplash​.

Aquella ocasión fue de las pocas en las que no me quedé dormido con la historia, y mucho menos me había agradado. Mi madre en todo momento había estado mirando en dirección a mi padre, por lo que ninguno de los dos había prestado atención a la rabia que en mí se iba formando con cada palabra que decía. En el momento que finalizó el relato miró a mi padre una vez más, para posteriormente voltear a verme. Vaya sorpresa que se llevó al ver mi rostro pintado del color de las manzanas, intenso y brillante.


—¿Qué sucede? —inquirió con dulzura mi madre, sin poder ocultar su incapacidad de comprender lo que estaba sucediendo.


—Que qué sucede. Es que no te diste cuenta, todo lo que acabas de decir ha sonado de lo más ficticio, y sabes que esas cosas no me gustan.


—¿A qué te refieres? No comprendo el problema.


Me lleno de rabia. Mi voz cambia de forma drástica, así como mi carácter.


—A ver, ¡qué es un avión! ¿Cuándo has visto a un niño salir de su casa? ¿En qué momento había los suficientes niños como para que, al salir a la calle, si es que podían, se encontraran con otro y se pusieran a —hago una pausa, mi boca ya no está llena de rabia, sino de asco, y con ese mismo sentimiento de repugnancia escupo la siguiente palabra— jugar?


La mirada de mis padres inmediatamente cambió, se transformó de una manera en la que jamás había visto pudieran hacerlo. Después de mi comentario simplemente salieron, sin decir nada más excepto una cosa, misma que por años no pude resolver y que me causó conflictos morales que hasta la fecha me siguen abrumando: los tiempos han cambiado, la sociedad ya no es la misma. ¡Lo sentimos, pero teníamos que hacerlo!


Por demasiado tiempo no pude comprender aquello, a pesar de que lo repetía continuamente en mi cabeza, no había manera de encontrar solución a aquello. No había manera de encontrar lo que todas aquellas cosas significaban.


Fue tiempo después que, con ayuda de algunas personas que tuve la oportunidad de conocer, cuando crecí, que me pudieron dar respuesta. Para esto mis padres ya habían muerto. Después de aquella ocasión jamás volvía a sacar el tema a relucir, aunque siempre supe que algo había pasado en su forma de verme desde aquella situación.


Fue un hombre algo mayor el que me ayudó a comprender lo que había sucedido. Al principio me pareció confuso, después incomprensible y posteriormente absurdo. Es en este último en el que actualmente vivo, y trato de remediar lo que hicieron en el pasado otras generaciones, construyendo de nuevo lo que tantos siglos nos costó lograr y que en unos cuantos decenios lo hicieron pedazos.


Lo que me dijo se puede resumir como: Un día los humanos se dieron cuenta de que eran inútiles, todo porque habían hecho máquinas que les resolvían todo. Evidentemente las máquinas no los superaron en conocimiento. Pero sí en todo lo demás, eran más rápidas, efectivas y menos complicadas. Pronto eran capaces de reemplazar a los seres humanos en casi cualquier trabajo. Al principio fue bueno, pero los problemas comenzaron a presenciarse. ¡Llegó a tanto que optaron por eliminar cualquier indicio de tecnología que reemplazara a los humanos! Después de eso, prácticamente todo desapareció. Ahora vivimos casi como en la época de las cavernas, pero por culpa nuestra.

Créditos imagen de portada: Stephanie Watters Flores on Unsplash


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