No es buena, pero tampoco es mala
- Walter Andrei
- 6 oct 2018
- 4 Min. de lectura

Me encuentro sentada sobre la acera, esperando por que llegue con quien he quedado de verme el día de hoy.
La espera pareciera eterna, ¿cómo no lo va a ser? La necesidad siempre llama, jamás se detiene. Eso aplica para cualquier cosa, la necesidad siempre te va hacer moverte, y en este caso me ha hecho hacer cosas que quizás nunca pensé.
No me arrepiento. Definitivamente no lo hago, siempre hay que probar cosas nuevas, jamás quedarse con las ganas de lograr algo. En ocasiones cae sobre de mí un resentimiento que me atormenta cuando lo pienso, pero desaparece cuando no lo hago. Por eso intento pensar lo menos posible en ello. Nada que no pueda lograr.
A lo lejos se escuchan unos pasos que pudieran pertenecer a cualquier transeúnte que pase por estos rumbos, pero yo sé que no es cualquiera. No es por la hora, aunque podría serlo ya que no es común estar por estos rumbos caída la noche; ni tampoco es porque el lugar por su propia fama sea suficiente como para que una persona convencional guste darse un paseo por estas calles.
¡Es él! Estoy segura, no hay margen de error, uno de los beneficios que otorga.
Desde que lo conocí la duda ya no ha estado presente en mi vida. Antes era una joven que apenas intentaba culminar algún grado decente de estudios, pero que jamás supo siquiera lo que le gustaba. ¡Vaya vida la mía! Sufría cada vez que mencionaban sobre literatura, historia, o mi dolor de cabeza: la ciencia. Vamos, quién lo necesita, al final de todo en la vida uno solo se va a convertir en lo que hizo, lo que logró, y para ese tipo de cuestiones hay un camino muy largo por recorrer si se desea ser alguien. Empero, en aquello que hago yo ahora no hay una lista de libros interminables que debes de leer para apenas comenzar a comprender lo que hicieron los pioneros en sus respectivos temas, solo tienes que disfrutar. Tan sencillo como eso, disfrutar.
—¿Por qué tardaste tanto? Me hiciste pensar que no ibas a venir y que tendría que regresar con el dolor que me aqueja —se escucha a lo largo de un callejón sombrío, retumbando cada sílaba en las paredes y regresando debido al eco hasta la persona que lo ha dicho. Me descubro siendo yo quien ha roto el silencio abrumador del lugar.
—Te quería provocar un pequeño disgusto para que apreciaras lo que hago por ti, eso ha sido todo. Para mi beneficio parecer que ha dado resultados —me contesta de forma fría la única persona a la que me interesa ver en estos momentos.
—Claro que los ha dado, sabes que no puedo soportar no tenerlo —suelta una risa que se incrementa de forma logarítmica con la distancia, haciendo que mis oídos se quejen del aturdimiento que me provoca el sonido.
—¡Cállate y dame lo que me trajiste! ¿O quieres que sea yo quien te haga sufrir ahora?
—¿Cómo lo harías? —afirma el joven con un tono de voz sofocantemente segura, pero dubitativa en el último segundo, justo cuando comenzó a pensar en su propia respuesta —. Preferiría que no contestaras a la pregunta, me gusta vivir en la ignorancia.
—Todos lo sabemos y, por lo menos en mi caso, te comprendo. La ignorancia es la mejor medicina para todos los males, más que eso, es lo mejor que pudiera tener cualquier persona —suelto una risita completamente imperceptible para los inexpertos, pero mi acompañante no es ningún idiota en el tema. Me voltea a ver y admira la forma en que he adoptado la técnica que él me enseñó—. ¡No hay dolor si no hay conocimiento! —comienzo a gritar, eufórica y descontrolada. Me agrada hacerlo, me siento viva mientras siento cómo me recorre—. Resulta tan evidente una vez que lo intentas, estoy segura de que cualquiera que se disponga a intentarlo podrá ver que es la mejor opción.
El dolor que me aquejaba comienza a irse de forma esporádica, dejando a su paso una estela de placer. Porque, ¿qué resulta más placentero que un momento de éxtasis? Creo que pocos pueden comprender lo que implica, pero todos lo juzgan sin conocerlo, y eso es lo que me da asco de ellos.
—Parece que alguien se ha divertido, ¿no es así? —inquiere el joven a mi costado izquierdo una vez que dejó de prestar importancia a verificar que lo hiciera como me lo había indicado. Veo de soslayo una muestra de placer y satisfacción lo cual interpreto como que lo he hecho bien y que está orgulloso de mi desempeño.
—¡No molestes! —farfullo como puedo para no equivocarme en la forma correcta de hacerlo.
—Vamos, no lo puedes esconder, está por todos lados —no estoy segura de si me voltea a ver, pero es posible que ya conozca mis expresiones sin necesidad de mirar mis gestos. Mi conoce mucho mejor de lo que yo lo he intentado—. No lo has visto todavía.
—Te he dicho que tenía un dolor insoportable, ¿qué querías que hiciera?
—Ya entiendo el porqué.
—¿A qué te refieres? —argumento mientras dejo caer gramos valiosos de mi elixir de vida, aquel por el que he modificado toda mi vida, todos mis pensamientos, y ahora comportamientos. Del que ahora me veo incapaz de separarme.
—Tienes que ver los videos que tienen de ti anoche, seguro con eso entiendes de lo que estoy hablando —hace una mueca que interpreto como una risa burlona—. Se nota que la pasaste bien, aunque ahora ni siquiera te acuerdes.
Mis ojos se ven atiborrados de información de forma repentina. Mi conos y bastones comienzan a sufrir reacciones químicas debido a la presencia de los fotones generados en los pixeles de la pantalla que me muestra mi joven acompañante. Lo que mi cerebro interpreta como aquello que está en la pantalla es mi propia figura, completamente desnuda y con algunas personas que ahora me resultan desconocidas haciendo cualquier tipo de cosas inútiles.
Espero a que llegue el remordimiento, la pena o la tristeza; pero nunca aparecen. Se ven reemplazados por uno solo, el de seguridad.
—Prométeme algo —musito—. ¡El día que muera, dile a todos que lo hice feliz!

Photo by Alexander Popov on Unsplash.
Créditos imagen de portada: Aaron Mello on Unsplash
Comments