Otro maldito día en el infierno
- Walter Andrei
- 19 ene 2020
- 4 Min. de lectura

Su cara me da asco, su indiferencia pena y su respuesta impotencia.
He venido por una única razón: esperanza; pero no tengo éxito.
Observo sus ojos marrones, fríos, mirando el vacío mientras me habla. No necesito escucharlo, conozco perfectamente la respuesta, no es la primera vez que me la dan. Tan monótona, falsa, seca y sicológicamente perfecta que me provoca náuseas. Mi mayor anhelo es creer que ese discurso fue creado por las mismas máquinas, por una mierda de algoritmo de inteligencia artificial, no por una mente humana, no por aquella hermosa máquina biológica que portamos todos sobre nuestros cuellos; no por alguien que puede sentir lo mismo que yo.
Me pasa repentinamente el recuerdo de las ovejas y los androides de Philip Dick, las pruebas de empatía y demás artefactos que aparecen en Blade Runner; no he leído el libro, pero tampoco he faltado a ninguna película. Rápidamente el recuerdo regresa a lo más recóndito de mi cerebro —donde quiera que se almacene—, porque se ve interrumpido por una voz humana, bueno, casi humana:
—Señor Jansu, disculpe las molestias pero ya ha terminado su turno. Por favor, le solicito de la manera más atenta que se levante de su asiento para que el siguiente turno pueda ser atendido.
Hago caso omiso de sus palabras, me enfoco en el tono: pulcro, rítmico, suave... perfecto.
¡Carajo! Es demasiado perfecto, demasiado exacto, cuando es totalmente consiente de que sus podridas palabras me van a llevar a mí y a mi madre a la mierda. Él sabía que esta era mi última oportunidad, mi única opción para salir de esta basura de vida que he tenido, que he sobrellevado por fastidiosos veinte años.
Y mi madre... El recuerdo de una bella mujer aparece en mi mente, su belleza no era como la que venden junto con cosméticos, mucho menos con perfumes o ropa interior; no, su belleza era de carácter. Su sonrisa era lo único hermoso que tenía su cuerpo, porque toda la hermosura la tenía dentro de sí, lástima que nadie lo pudo ver, ni siquiera mi padre.
Siempre he dicho que lo peor que le podría pasar a un animal era tener la capacidad de recordar el pasado, porque eso abriría la puerta a los recuerdos, y los recuerdos son sinónimo de dolor; y aquí me tienen, siendo ese estúpido animal, lleno de ganas de recordar el pasado, de hacerme sufrir, de hacerme sentir.
Dos agentes de policía se acercan a mí, me rodean por ambos extremos impidiendo que pueda siquiera pensar en escapar. Idiotas, por supuesto que no puedo escapar, todos lo saben. Lo que no saben es que me están dando una última oportunidad, porque cuando la esperanza se pierde, ya nada tiene sentido y entonces la locura se vuelve en la mejor respuesta ante todo.
Intento hacer contacto visual con aquella figura que me acaba de rechazar la solicitud de préstamo, préstamo que iba a resolver mi vida, mi futuro, el de mi madre, el de su corazón, el que la iba a traer de regreso conmigo.
Tres años lleva en un cuarto oscuro, gélido y desierto.
Al comienzo todo era diferente, estaba en uno de los lugares con mejor atención en todo el país, los médicos estaban siempre atentos a su comportamiento, revisaban cuidadosamente las reacciones a los medicamentos que le indicaban. Incluso... —una pequeña lágrima corre por mis pómulos— Incluso entraban los rayos del sol por la ventana para desearle los buenos días, con la esperanza de que uno de esos fuera en el que iban a poder detectar su padecimiento y podrían curarla. Ese día en que ella iba a poder salir de nuevo, tomar el aire fresco, abrir sus ojos una vez más; pero ese día nunca llegó.
Día tras día los médicos asistían, le hacían una revisión de rutina, le aplicaban algunas inyecciones y se retiraban; día con día sucedía lo mismo. Hicieron el intento con todos los tratamientos que había en el mercado, incluso llegaron a hacer pruebas con drogas ilegales, sustancias en pruebas experimentales y hasta polvos sacados del mercado negro; todo en vano.
Nunca perdimos la esperanza, pero sí nuestro automóvil, nuestra casa y nuestros empleos. Conforme decaía nuestra economía, también lo hacía la calidad del cuarto en donde descansaba mi madre. Con cada cambio de habitación yo me ponía de rodillas frente a ella, le lloraba porque había sido incapaz de seguir manteniendo los gastos que costaba su habitación. Ella me tomaba de la mano, me la acariciaba y agregaba:
—No te preocupes, seguro a la que vamos será la última en la que voy a estar, estoy segura que mañana vamos a despertar en nuestra casa y, cuando platiquemos sobre todos los cuartos donde estuve nos vamos a reír porque sabremos que jamás regresaré ahí —hacía una pausa, me volteaba a ver, recorría mi cabeza con la mano y agregaba con voz melancólica y a la vez burlona—. Ninguna de estas habitaciones es peor que el lugar donde fuiste concebido.
Era algo que solo ella y yo podíamos entender, algo que a pesar del dolor nos recordaba lo fuertes que hemos sido a lo largo de nuestra vida, lo que hemos pasado y cómo hemos salido adelante. Mi madre fue violada hace veinte años, eso es algo que solo ella y yo recordamos.
Su franqueza me cobija. Eso es algo que siempre le voy a estar agradecido, que nunca me mintió ni me ocultó nada, por muy duro que fuera. Eso no me hace fuerte a mí, la hace fuerte a ella, porque cualquiera puede escuchar esas cosas, pero no cualquiera las puede decir.
********************
Me derrumbo sobre el escritorio, mis lágrimas dejan inservible todo mi expediente y demás papeles que están sobre la mesa.
—¡Tú lo sabes! Sabes perfectamente que necesito este dinero para salvar a mi madre —le espeto al encargado del banco—. ¡Mierda! Le quedan tres días. ¡Tres inútiles días de vida si no le consigo esas medicinas!
La expresión del silicio jamás ha cambiado, y jamás lo hará, porque es silicio, no es carbono. El androide que se encuentra sentado en el escritorio se mantiene inmóvil, no por temor, ni por pesar, mucho menos por empatía; sino porque eso le indica su algoritmo que haga: esperar hasta que seguridad saque a la persona rechazada. Y él, incapaz de comprender todo aquello que voy cargando tras de mí, todo lo que he vivido y el dolor que he sentido, obedece las instrucciones del algoritmo, se queda sentado y no hace el intento por ayudarme.
Créditos imagen de portada: Jeremy Yap on Unsplash.
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