Reinicio de fábrica... Humano
- Walter Andrei
- 23 feb 2019
- 5 Min. de lectura

La veo en la lejanía; dispersa, alegre y melancólica a la vez.
»Observo la comisura de sus labios con dulzura; delicados y carnosos. Un tono rosado le pinta el rostro, deja entrever la escasa epidermis que separa las extensiones del torrente sanguíneo que cruzan cada punto de su cuerpo para alimentar hasta la más pequeña célula.
No me mira, pero está consciente de que estoy aquí, a un costado de ella; admirándola.
—¿Por qué no vienes a disfrutar conmigo? —inquiere con aquella voz característica que siempre ha tenido. Esa que cientos de veces me ha declarado su cariño, su amor hacia mi persona.
—Me estoy deleitando la vista, no quiero manchar tan hermosa obra de arte que me están regalando tú y el paisaje —echa una risotada que la hace escupir, nadie dijo que era perfecta me digo mientras emprendo el camino en su dirección—. Sabes, toda obra de arte debe de tener una armonía, un balance exacto entre todos sus componentes, no importa cuáles sean; lo importante es que aquel que los tiene disponibles sepa hacer, de un mundo de posibilidades, una obra maestra que le confiera la posibilidad de transmitir a todos sus semejantes aquello que solo él puede comprender.
—Pues poético no eres, más bien me pareces un soñador que quiere estar fuera de este mundo. Dejar a todos atrás, sin embargo, le aterra la soledad. ¿Te sientes identificado acaso?
No contesto; se burla de ello. Pide un centenar de veces disculpas, pero todas de ellas vacías. No porque no esté lamentando lo que dijo, sino porque no ha sido una ofensa, más bien ha sido una revelación.
—Cualquier artista sabría que yo no encajo en este cuadro, que los colores que me componen rompen con la composición de la obra —recapitulo mientras avanzo con la cabeza gacha en su dirección.
—En ese caso todos los artistas son un asco, no saben lo que de verdad es una obra de arte —se burla mientras avanza en mi dirección para acortar la distancia que nos separa.
Siento cómo mi cuerpo se va deformando mientras me adentro más y más en la pintura, en la escultura tan gloriosa que la compone. No tiene lujo de detalle, pero es eso lo que la hace espléndida; lo que la define como lo que es. Mis manos se van transformando conforme me adentro más y más en la pintura, dejo de ser un cuerpo sólido, dejo de ser un continuo para pasar a ser una conformación hecha de partículas coloridas que han sido superpuestas en un lienzo. Desconozco la técnica con la cual me van creando, pudiera ser pintura acrílica vaciada en miles de formas sobre un lienzo que conforma un sentimiento; tal vez el óleo es lo que me da forma, o hasta partículas que por difusión llegan desde un bote de pintura en aerosol hasta mi posición actual. Realmente no me importa, a final de cuentas no soy nada, mas que un sentimiento.
Mi cuerpo arde, pica y cruje. Mientras más me acerco, más se desgarra, mis músculos pierden control sobre sí mismos. No sé si son disparos descontrolados de mis neuronas motoras, o es un exceso de neurotransmisores y hormonas que se acercan a ellos y los hacen contraerse y expandirse sin razón alguna.
Hago todo lo que está a mi alcance para que mi descontrol no me impida llegar hasta mi objetivo; que no me impida culminar la obra de una persona que ha puesto todo su empeño en un regadero de pintura sobre un lienzo que no tiene valor alguno más que el de los materiales que lo componen. Pero que quizás mañana valga mucho más de lo que cualquiera pudo soñar.
¡No puedo seguir una paralela a ella! Me resulta imposible seguir con el sendero, mis músculos me obligan a ir en cualquier dirección, sin control alguno. Me tambaleo y caigo sobre el suave césped; fresco y armonioso tono rosado del cielo que recubre los últimos momentos del ocaso.
La expresión que emana su rostro ha cambiado, veo la preocupación y el llanto acompañar a una persona que era toda alegría, toda felicidad; o tal vez es un juego que me hace mi encéfalo por su incapacidad de reconocer su rostro con claridad. Se acerca a toda velocidad, acortando la distancia que nos separa.
Mis ojos no son capaces de seguir abiertos, a mi cerebro le resulta imposible procesar toda la información que de ellos llega. Se ve saturado de potenciales, se acaba los recursos de calcio que tiene a sus alrededores; y libera todos los neurotransmisores contenidos en las zonas presinápticas, dejándolos a la deriva, a la espera de que lleguen enzimas y los destruyan.
Un último sentimiento es el que me acompaña, viene dado por uno de los últimos recursos sensoriales que me quedan: el tacto. Siento sobre mi rostro un cuerpo cálido que me rosa los pómulos, que sigue recorriendo hasta que llega a mis labios, sigue su camino hasta... Sé quién es, o por lo menos quién era, ahora que ya no está.
Mis músculos dejan de actuar, mis párpados caen con naturaleza otra vez, oscureciendo todo lo que me rodea.
—¿Cómo se encuentra? —inquiere una voz masculina en la distancia, una que no me resulta extraña.
No logro triangular el sonido para conocer su posición, pero no me interesa.
—Me duele todo el cuerpo, ¡y la cabeza! —respondo con voz apenas audible.
—Es normal, tranquilo. Todo va a pasar, no es duradero. ¿Puede abrir los ojos?
Hago el intento, y lo logro.
Al principio la intensa luz me impide ver más que un halo rodeándome, pero poco a poco me voy acostumbrando.
Me observo: inmutable sobre una camilla, amarrado de todas las extremidades —incluso mi cuello— a ella. El frío metal hace que se me ponga el cabello de punta. Intento moverme, pero resulta inútil, los amarres están extremadamente apretados. Por unos momentos pasa por mi cabeza la posibilidad de que mis extremidades hayan sido cortadas, pero descarto cuando poco a poco recupero el control sobre ellas; no sin percibir un dolor insoportable.
—Bien, hemos terminado. Ya se puede ir —culmina la voz masculina, y al hacerlo los amarres metálicos se sueltan y me dejan libres.
Me levanto de la camilla. A cada paso que doy el dolor se hace presente, pero decae de forma exponencial conforme hago movimientos.
Salgo del lugar sin hacer cuestionamiento alguno, como si fuera víctima de la escopolamina. Tan solo volteo en dirección del lugar que estoy dejando atrás. Un pequeño párrafo acompaña la puerta de cristal que ahora me impide volver a ingresar:
"Es más fácil olvidar que superar. Los muertos ya no sufren, ¿por qué los vivos tienen que hacerlo por ellos?"
Créditos imagen de portada: Bia Andrade on Unsplash.
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