¿Ahora a dónde vas Alicia? (Parte II)
- Walter Andrei
- 21 jun 2019
- 4 Min. de lectura

" [...] Cuando acerco las manos a mis axilas, una pieza de tela me impide tocar mi piel rasgada y seca. Volteo a verme: ya no tengo una camiseta, ahora visto el mismo vestido fluorescente que la niña y las bailarinas. "
—Te he dicho que tengo hambre, ¡quiero algo de comer! —resuena la voz en mi cabeza, entra por mi oído y hace estragos en mi tímpano, para hacer lo mismo en la cóclea, antes de enviarse como un impulso eléctrico.
No pregunto su procedencia, mucho menos la razón por la que este sola en este lugar; simplemente giro en todas direcciones para buscar algo qué darle de comer. Una vez más, no encuentro nada porque no hay nada que me rodee.
—No tengo qué darte de comer —es lo único que encuentro lógico contestar. Al decirlo me escucho a mí mismo y me percato de la severidad de la respuesta. Trago mis propias palabras, sintiéndome como un mendigo abandonado en las aceras de una gran ciudad.
—¡Tengo hambre! —replica una vez más, haciendo caso omiso de mi respuesta. La cólera se hace presente, se va preparando para hacer su estruendosa aparición.
Pierdo las fuerzas, me desvanezco, caigo al suelo, durante mi caída me percato de algo: yo también tengo hambre. Cierro los ojos para esperar el impacto contra el duro suelo, impacto que no llega.
Cuando los abro otra vez, estoy completamente erguido, con los pies bien plantados en el suelo y formando una línea paralela a la normal del suelo que me sostiene.
Reviso mi vestimenta: sigo con el vestido. Me aprieta los testículos con intensidad, pero no lo retiro.
—Quiero algo de comer.
—¡Ya sé que quieres algo de comer! —grito con todas mis fuerzas, lastimando mis cuerdas vocales. Escupo gran cantidad de saliva que cae sobre el rostro de la niña, pero ella permanece inmutable—. ¡Aquí... —hago una pausa para enfatizar— no... —elevo la voz para que quede clara mi postura al respecto— hay... —apunto con mi dedo índice todo lo que nos rodea— nada!
Cuando culmino el grito, así como mi giro para señalar mi alrededor, algo diviso con el rabillo del ojo. Algo que estoy seguro no estaba ahí: una cafetería.
—Tengo hambre —vuelve a decir la niña. Para cuando la escucho ya estoy a cientos de metros lejos de ella, mismos que estoy más cerca de la cafetería.
Tiene todas las luces encendidas, así como un letrero luminoso que duplica el tamaño mismo de la cafetería, en él resplandece una frase que me resulta totalmente lógica y razonable: cafetería.
Cuando estoy a mitad de camino para llegar a la cafetería, volteo mi cabeza para conocer si la niña me ha intentado seguir. Negativo, sigue en el mismo lugar que antes, pero no está sola, a su costado se muestra la figura de una mujer que le duplica la estatura. Su atuendo es irracional, absurdo y poco llamativo, predominantemente negro, pero con trazadas multicolor que llegan a adornar incluso su rostro.
Respiro profundo y sigo con mi viaje.
Con cada paso que doy me acerco más a mi destino, mismo que va tomando forma más definida.
—¡Hola! ¿Hay alguien aquí? —farfullo mientras golpeo con fuerza el vidrio que sirve como puerta a la cafetería. Ya intenté abrirla de todas las maneras que se me vienen a la mente, pero resulta inútil, tengo que afrontar la realidad: está cerrada. Suelto una risotada al aceptar el hecho de que no voy a poder entrar.
Hago un último intento de localizar a alguien gritando; resulta en vano. Resignado me recargo en el cristal de la puerta principal, al hacerlo puedo observar todo el interior de la cafetería. Todas las luces están encendidas, lo mismo que los aparatos que hay dentro. Me intereso por los últimos y me percato que están vacíos, no hay producto alguno. Suelto otra risa, esta vez con más fuerza. Mi vista se centra en la última freidora del lugar. La luz que se refleja en ella es más tenue, pero suficiente para permitirme visualizar que está funcionando. En un rincón se aprecia el girar de unos rodillos mecánicos, concentro mi atención en ellos. Al hacerlo me topo con que no está vacío, que sobre de él, y girando junto sobre los rodillos se encuentran dos salchichas, listas para ser comidas. Ambas están dispuestas una junto a otra, en el centro del artefacto; perfectas, jugosas, calientes y poco doradas: perfectas para ser comidas en ese momento.
Mi boca se llena de saliva, dispuesta a ser la primera en degradar aquella delicia. Mientras observo las salchichas girar, algo llama mi atención en un costado del aparato: se genera una sombra cambiante. La única explicación que encuentro razonable en el momento es que hay una puerta trasera, y que está abierta.
Casado con la idea, me dispongo a darle la vuelta a la cafetería para poder llegar a la puerta trasera. Con mi mano izquierda voy siguiendo la estructura externa de la edificación —principalmente de asbesto y con una decadente pintura blanca que da la impresión de pertenecer a un lugar desierto— hasta que recibo un golpe frontal y caigo al suelo.
Me cabeza termina en el suelo, definitivamente saldré con un buen moratón al levantarme.
El cansancio me aqueja, se hace presente en mi cuerpo; por tanto aprovecho aquellos momentos en que estoy pegado al suelo para poder descansar.
—¿Lo disfrutas? —escucho recitar una voz sobre de mí. No es agradable, al contrario, es totalmente áspera, rígida y pesada; tan solo de escucharla la pesadez regresa.
Me intento volver para apreciar la figura a la que pertenece aquella oscura voz, pero me veo imposibilitado. Mi cabeza está siendo aplastada en contra del suelo, cada vez con más fuerza; misma suerte corren mi torso, brazos y piernas. Me siento atrapado, y resulta ser que lo estoy: totalmente inmovilizado.
No hago mayor esfuerzo por liberarme, simplemente espero. Dejo que el tiempo pase.
No estoy seguro de cuánto tiempo ha pasado, pero yo siento como si hubieran sido años, quizás lustros o hasta décadas.
Ya no siento la presión sobre mi cuerpo, ergo comienzo a mover cada una de sus partes. Comienzo por los dedos de los pies, me percato que están descalzos, expuestos a los caprichos del clima. Suerte inversa corren los de mis manos, encerrados en unos guantes de piel que me aprietan e impiden la correcta circulación en cada uno de ellos.
Finalmente llega el momento de la cabeza. Primero los ojos, después la boca y poco a poco el cuello. Cuando termino, doy por sentado que estoy en perfectas condiciones físicas. Ergo, comienzo a incorporarme.
CONTINUARÁ...
Créditos imagen de portada: Laura Vinck on Unsplash
Comments