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¿Ahora a dónde vas Alicia? (El Final)

  • Walter Andrei
  • 21 jun 2019
  • 4 Min. de lectura

" [...] Retrocedo tanto como puedo, hasta que pierdo el equilibrio y me veo obligado a recargarme en una de las puertas. Miro hacia enfrente, lo que veo me sorprende de sobremanera: un libro."

Me quedo escéptico ante lo que mis ojos son capaces de ver. Admiro el objeto con lejanía, como si fuera algo tan oscuro y oculto que tuviera una repugnancia nata. El silencio del corredor se ve irrumpido por unos pasos a toda prisa. Me acerco más al libro, lo suficiente como para que el palo —que sigue goteando líquido rojizo— deje caer sus lágrimas de dolor sobre la portada de la manifestación de cultura e inteligencia compiladas en un texto. Mismo texto que se encuentra a espera de cobrar vida dentro de una mente, porque encerrado en las asquerosas páginas, oxidadas por el tiempo, es incapaz de ser útil.


Tan pronto me acerqué dos pasos al libro, me veo obligado a retroceder cuatro por acción de una fuerza desconocida, por lo menos hasta el momento en que la veo partir: un hombre vestido únicamente con dos harapos que apenas y le cubren un cuarto del cuerpo. En uno de sus costados se puede apreciar el libro correr tras él, ¿o es él quién corre hacia el libro? Ambos alejándose a lo largo del pasillo.


Lo ignoro, giro repentinamente mi cabeza en dirección opuesta. Me encuentro con una reja, baja para intentar impedir ser cruzada. Observo más detenidamente: tiene un candado cerrado.


No hago el intento por abrir el candado, así que me doy vuelta en busca del hombre que se ha llevado el libro: ni rastro. Aunque a media vuelta me percato de otra presencia: mi amiga.


Está a un costado de mí, absorta en pensamientos, pero con la mirada fija en mí.


No la saludo, sería descortés hacerlo. Presto más atención, la miro con detenimiento. Me enfoco en sus ojos, en ellos un pequeño resplandor reluce, lo miro otra vez y le encuentro forma: es la mujer.


Me giro y la encuentro, sin embargo no es la misma que hace unos momentos: ahora tiene la cara completamente desfigurada, y llena de sangre. Sus gestos se vuelven imposibles de adivinar debido a que media cara le ha quedado inmóvil por el golpe, y el resto destazada.


No habla, ya no puede, se ha quedado con media lengua. En una de sus manos se pueden ver los restos de la batalla que tuvo en contra de desangrarse, la otra la tiene perfectamente limpia, igual que cuando la mostró por vez primera. Agarrada a uno de sus dedos se encuentra colgando un llavero repleto de objetos metálicos relucientes, todos con formas distintas.


La vuelvo a mirar completa. Ya no la cubre la capa, ahora porta el vestido icónico que presentaban las jóvenes bailarinas. da repulsión verla con aquellos colores tan delicados, mientras ella está manchada de un rojo intenso que solo puede significar una cosa: fuego.


La veo una vez más, y encuentro en su escaso rostro todavía un rastro de aquella sonrisa con la que mi decisión fue tomada, la que provocó mi desespero y me hizo tomar el palo.


Volteo en busca de mi amiga, por lo menos para buscar un soporte sobre el cual justificar mi actuar; pero ya no está. Regreso la mirada hacia la mujer sangrante, vuelvo a encontrar aquella sonrisa fatal y lacónica.


Busco dentro de mi ser una justificación, pero no la encuentro. Ergo, opto por algo exterior. Contemplo a la mujer y no encuentro motivo suficiente, pero sí algo que ayuda. Veo una sombra moverse en el vestido brillante de la mujer, me giro y encuentro mi motivo:


—¡Tengo hambre! —recita la niña, ahora vestida con la ropa ensangrentada que llevaba la mujer cuando la golpeé en el cuarto.


Me giro, agarro el palo una vez más y acabo con mi trabajo. Dejo pasar un rato en lo que encuentro en mi interior una razón para haber hecho lo que hice. ¡No la hay! Volteo para encontrar mi razón externa: ya no está, se ha ido.


Regreso la vista hacia donde mi trabajo ha quedado culminado; ahora no veo aquello que he hecho, tan solo los restos de lo que me espera; veo las llaves.


Me acerco, las tomo en mano y me levanto. Al hacerlo una mirada se encuentra postrada sobre de mí: es la de mi amiga.


De nueva cuenta no entablo conversación con ella, simplemente la esquivo para poder pasar a mi destino: la reja.


Tomo la primera llave de cientos que hay en el llavero y pruebo con ella abrir el candado: ¡lo logro! En el primer intento encuentro la llave. Remuevo el candado y lo aviento en dirección a la puerta de metal, donde se encuentra colgada la capa de la mujer; junto a ella está el vestido de la niña.


Abro hacia adentro la reja, siento un aire recorrerme toda mi espalda, misma que se encuentra desnuda: una sola pieza de ropa es la que traigo puesta: un pedazo de los harapos que traía el hombre que corrió con el libro.


Cruzo la reja y me expongo al mundo exterior.


Me quedo esperando por algo, aunque desconozco qué. Así duro buen rato, hasta que regreso al lugar de los hechos. Ahí sigue mi amiga, inmóvil. Una mueca se muestra en su rostro: la misma sonrisa que la mujer.


—No importa cuántas puertas intentes abrir, siempre vivirás encerrado. Puedes abrir las puertas que quieras, con los cientos de llaves que tienes ahí; pero nunca saldrás, porque no se puede.


************************


Abro mis ojos una vez más. Me encuentro con mi cama, mis cosas, mi cuarto, mi casa. Estoy despierto me digo. Me bajo de la cama y voy directamente a mi ordenador. Busco a lo largo de los diversos softwares que tengo y lo encuentro... Busco el archivo más reciente y lo abro, me pongo a ver minuciosamente qué ha sido todo aquello. Ha sido sólo una ensoñación, pero ha quedado grabado, y ahora lo puedo ver las veces que yo quiera. ¡Gracias tecnología por estos avances! Ahora se pueden guardar cosas que nunca habríamos imaginado: las ensoñaciones. Técnicas para replicar el funcionamiento del cerebro en un ordenador, AI y cuestiones de visualización lo han hecho posible: ¡grabar las ensoñaciones en tiempo real!


FIN

Créditos imagen de portada: Greg Rakozy on Unsplash


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